jueves, septiembre 21, 2006

Hommage à M. Beckett (Whispering)

Tu te rappelles, eh Joe? Tu te rappelles quand tu m’as dit ce jour-là que tu m’aimerais toujours ? Tu te rappelles de la musique ?, de l’odeur de la ville?, de nous deux là sur l’herbe, sous notre arbre ?

Moi, je me rappelle et maintenant je te regarde là, toujours silencieux, en bougeant tes mains sans aucune raison, en me regardant, les yeux fixes en moi, en me demandant de me taire, mais sans rien dire.

Comme j’aimerais t’écouter une dernière fois, même si c’est pour me dire que tu me détestes, que tu m’aimes, que tu veux mourir tout seul ou que tu veux vivre par toujours. J'aimerais voir ta langue bouger sans raison, juste comme tes mains. Mais tu ne fais rien, tu me regardes et ça y est. C’est fini. Le vide.

lunes, septiembre 18, 2006

Mi ensayo sobre la ceguera

Sólo quiero que me dejes guiñar un ojo, uno a la vez. Déjame hacerlo, no me pongas más condiciones. Saca estas tenazas que no me dejan cerrarlos siquiera. Ya no sé qué hacer para dejar de sentir que en cualquier momento perderé la visión. Tú lo sabes y no quieres hacer nada. “Quiero que veas el mundo tal cual”, me repites con esa voz metálica. Odio esos megáfonos y tu voz constante y regular. Eres incapaz hasta de acercarte porque sabes que lo que estás haciendo es asqueroso, pero al mismo tiempo no puedes dejar de hacerlo.

No necesito tener los ojos abiertos en esta especie de tortura para saber quién es quién y quién eres tú. Las circunstancias no hacen a las personas ni las superan, aunque muchas veces queramos ver el mundo de esa forma. Sin esto en mis ojos te odiaría igual, amaría igual a otros, a los que no son como tú, a los que sí saben ver sin lágrimas artificiales.

jueves, septiembre 14, 2006

Desglobulizando glóbulos

Corremos como locos. Tragamos sin masticar, caminamos sin ver hacia los lados, con la frente en alto y el ánimo bajo.

Así nos veo. Tal vez por eso, una sonrisa anónima, no solicitada, natural, lo ralentiza todo: las caminatas, las comidas, el paisaje que aparece de nuevo, la frente baja y el ánimo sube, la sangre fluye de otra forma. Sonríe. Tal vez te devuelvan el regalo.

miércoles, septiembre 06, 2006

Mi Reino por una locha

A mi abuelo, el gran mago


Cuando a José Ramón Hernández se lo llevaron, no sabía de qué lo acusaban. Lo esposaron, junto a otros cuatro compañeros y se los llevaron fuera. Fue camino a la comisaría cuando se enteró que era sospechoso de querer matar a Eustoquio Gómez, presidente del estado Lara y hermano del dictador Juan Vicente Gómez.

Escuchaba cómo a su alrededor la gente murmuraba y los señalaba. Pensó que si la acusación era ésa, no saldría vivo de allí. Por esos días, los fusilamientos estaban a la orden del día y a la mínima sospecha, se disparaba y luego se preguntaba.

Llegaron a la comisaría y los llevaron a un patio amplio, donde estaban otros presos, incluidos dos intelectuales venezolanos a quienes habían encarcelado y encadenado de por vida por llevar consigo libros de la Revolución Francesa. La “liberté, fraternité, egalité” no encajaba en todo aquello. Cuando los vio, José Ramón pensó que parecían dos esqueletos. No se imaginaba que uno de ellos llegaría luego a ministro. El otro no tuvo tanta suerte.

Los esqueletos se acercaron a uno de sus compañeros, Manuel Reverón, famosos por pasar seis meses del año trabajando y los otros seis bebiendo. Para eso vivía. Sus andanzas lo habían hecho entrar a ese patio unas cuantas veces, pero siempre salía. Tenía un carisma único. Poco después se vieron rodeados de más presos y algunos policías que venían a saludarlo como cuando se reencuentra a un viejo amigo.

La sorpresa no hacía olvidar el miedo de los acusados, que siguieron allí el resto del día, sin nada qué comer ni un sitio dónde dormir cuando llegó la noche.

Por la madrugada, los despertaron a patadas. “Pueden irse”, escucharon a una sombra que les hablaba en la oscuridad. Se levantaron lo más pronto que pudieron y salieron todos, derechitos a la calle. En la puerta, un guardia les explicó que se creía que el asesinato era un complot de la propia guardia de Gómez y que ante la duda, el propio Eustoquio ordenó que los despidieran a todos.

José Ramón, más aliviado, caminó hacia la casa donde vivía y trabajaba. Recogió lo poco que tenía y salió con una única preocupación: encontrar una locha para volver al pueblo. La ciudad era muy peligrosa.