Hay días en los que todo encaja. Un viaje con viejos amigos venidos de varios países durante un fin de semana, un encuentro con otros y con familiares que viven en París durante esos mismos días y el descubrimiento casual de la calle donde se desarrolla la historia de un libro recién empezado. El nombre de la calle está claro, el del libro tal vez no. Se trata de «Une gourmandise», una novela de Muriel Barbery previa a su maravillosa «Le hérisson», sobre la agonía de un crítico gastronómico, cuyo último deseo es recordar y disfrutar por última vez del único sabor que le ha dado sentido a su vida. Así, en una esquina cualquiera, de camino a un café como excusa para descansar los pies exhaustos, aparecieron Renée, el señor Ozu, la precoz Paloma, una sonrisa cómplice en los labios y París, siempre conmigo.