sábado, noviembre 03, 2007

Una muerte de mentira

«No estaba muerto, estaba de parranda». Así como lo dice la canción, Matías llegó a su casa borracho y descompuesto ante la mirada horrorizada de su madre y hermanas que ya lo velaban, a féretro cerrado porque su cuerpo nunca lo pudieron encontrar. A Angelita, la menor de las hermanas Sulbarán tuvieron que sostenerla, casi desmayada. Su madre, por el contrario, se levantó, se acercó a él con lágrimas casi invisibles en sus ojos de tanto haber lamentado la muerte de su Mati, y sin decir palabra, le abofeteó sin parar mientras él, sorprendido, intentaba abrazarla y reía. Era una carcajada etílica que inundó el ambiente fúnebre y dejó escapar alguna risita solidaria que nadie supo de quién escapó.

En el pueblo decían que Matías estaba loco. La fama le venía de su padre, inventor autodidacta que nunca se rindió ante las equivocaciones, las burlas y los errores de cálculo. Honorio, así se llamaba, estaba decidido a encontrar una fórmula que lo hiciera invisible. Un día, nadie lo volvió a ver: ni su esposa, ni sus hijos, pero algunos decían que lo veían de vez en cuando. Su familia se cansó de correr detrás de rastros que se perdían entre las preguntas sobre quién lo vio y hacia dónde iba y volvían todos, la mujer y los hijos cansados, sedientos y sin el inventor, al que dieron por muerto unos cinco años después.

Matías había heredado esta curiosidad y por mucho que Luisa, su madre, lo intentara, no pudo ahorrarle a su hijo la fama y las burlas que había escuchado ya tantas veces. Para Matías, eso sí, la invisibilidad no era importante, lo suyo era lo contrario. Hacer visibles a los que no lo eran, entre ellos a Honorio, a quien creía vivo y cerca.

Leyó algunas notas de su padre pero no sacó demasiadas cosas en claro. Insistió en su búsqueda y terminó dando con la fórmula que se llevó a su padre. La usó en un loro que había en su casa y mientras todas pensaban que se había escapado, no permitió que abrieran demasiado la jaula. Ahora que había encontrado el veneno, solo faltaba el antídoto. Y cuando creía que lo había logrado sin asomo duda, porque había devuelto al loro su color, se bebió una botellita a ver qué pasaba. Al principio parecía que nada, pero entonces vio a su padre, apoyado en una de las mesas del laboratorio donde los dos habían pasado tantas horas. «Por fin, hijo». Y le dio un abrazo. Hablaron un buen rato y se fueron de paseo por algunos pueblos cercanos que luego se hicieron famosos por los «fantasmas bebedores», que entraban a los bares y acababan con una botella de whisky sin que hubiera forma de ponerles una mano encima. Así pasaron meses y en la casa buscaron hasta que otra vez madre e hijas se dieron por vencidas y decidieron dar un funeral digno al hijo muerto quién sabe con cuánto sufrimiento, sin saber que su fórmula le traería de vuelta cuando ya se había acostumbrado al whisky, la compañía del padre, y su madre, a la resignación.

jueves, septiembre 27, 2007

Preavisos

A veces, parece que es imposible dar un paso. Sin embargo, alrededor todo pasa, todo se mueve: hacia arriba, hacia abajo, hacia el futuro, hacia el pasado, las vidas cambian, a cualquier sitio, desde cualquier sitio, sin avisar. Es imposible no mirar tales recorridos con un punto de alegría y otro más pequeñito de rabia, nostalgia o hasta envidia.

De repente, un día, una llamada, una persona destruye el estatismo. Vacía un cubo de agua fría en la cabeza y te empuja, suave pero firmemente, hasta conseguir un ritmo propio, sorprendente muchas veces de lo rápido que puede ir. Y eso da miedo.

Da miedo y al mismo tiempo curiosidad. Sin lo último, los pasos serían impensables: la imaginación se sobrealimenta, algo bueno en estos tiempos de vida mascada, lavada, suavizada y preparada.

El miedo es el preaviso de nuevas formas de entender y vivir el mundo. Y a él, ya se ha acostumbrado el cuerpo y el alma, desde siempre. La mayoría de las veces es pagado y otras veces es cada quien el que paga… Todo sea por la oportunidad.

viernes, junio 08, 2007

Sobre la insoportable virginidad del ser

Para Celia, las alegrías de la vida se basaban en hechos corrientes, cotidianos. Bajar las bolsas de la basura, lavar los platos, poner la lavadora y planchar, que decía que la relajaba como nada.

Celia vivía sola. Su madre había muerto hace poco. Y aunque para los pocos que la conocían, aquello era un buen augurio, por el infierno que ella le había hecho vivir toda su vida, sus hábitos no cambiaron demasiado. No tenía razón para hacerlo, o al menos eso era lo que contestaba antes de seguir hacia el mercado a comprar su comida y los productos de toda la vida: carne, legumbre, una lechuga, cuatro tomates, puerros, huevos, pescado y algunas patatas y frutas, además del jabón de glicerina y el champú para niños que decía su madre que era el mejor para el pelo, sin prestar atención a las nuevas alternativas pensadas para la comodidad de los consumidores.

Uno de esos días –Celia no lo sabía-, su cajera de siempre pidió una baja médica por una razón que nadie parecía saber. En su lugar, un chico joven, con granos en la cara y aire despistado, despachaba con torpeza las compras.

Celia esperó su turno, pagó y volvió a casa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que uno de los productos del cliente anterior estaba entre los suyos. Se trataba de una loción hidratante que pensó en devolver enseguida, si no hubiera sido porque era ya la hora de preparar la comida y como es de esperar, no retrasaría este ritual por algo que ni siquiera era su culpa.

Después de comer, Celia se sentó a leer en el viejo sofá verde que no se había movido de su sitio en toda su vida y vio en la mesa de al lado el curioso envase que ahora despertó en ella la curiosidad: abrió la tapa y una fragancia imposible de describir para ella llenó sus fosas nasales y la hizo sonreír, algo que tampoco era habitual. Miró a los lados con ojos rápidos, como para cerciorarse de que nadie la veía, se puso un poco en la punta del dedo índice y la frotó con el pulgar. La sensación era como de tocar terciopelo, esa tela que gustaba tanto a su madre para las cortinas y que ahora ella sentía como parte de su piel. Se atrevió a más y se puso un poco más en la mano. Llenó sus brazos, sus piernas, su cuello, y ya no pudo parar.

Por primera vez sonriente sin razón aparente, Celia volvió al mercado y compró otra crema, un champú con olor a frutas, dos tabletas de chocolate con avellanas y flan. Y volvió a su casa y se encontró a algunos vecinos, pero ella no los miró siquiera. Siguió de largo, dejando un nuevo olor que impregnaba ahora el sofá verde, que ahora cambió de sitio, y la piel de Celia que hace días dejó de ser virgen.

lunes, abril 16, 2007

Se abre el telón...

Podía escucharme sin ningún problema. Lo que parecía que era mi voz, o al menos lo que yo creía que era. El problema no parecía estar en mí. Pero hablaba y nadie escuchaba. Movía los labios, gesticulaba, y nada. Parecía que estaba en un sitio, pero al mismo tiempo tenía la sensación de haber desaparecido, de ver y no ser vista.

Ahora bien, si cerraba los ojos, lo contrario ocurría: me encontraba de nuevo rodeada de gente, de muchos, de pocos y hablábamos y reíamos y me escuchaban. En ese mundo era feliz y allí me quedaba hasta que el día comenzaba de nuevo. Y yo abría los ojos, y veía sin que me vieran y hablaba sin que me escucharan. Sólo tú, que estás en esos dos mundos y te escapas de uno a otro sin problema. ¿Qué pasaría si cerraras tú los ojos? ¿Seguiría yo en tu mundo?

jueves, marzo 29, 2007

Versiones


La imagen era perfecta. Él se marchaba y ella solo podía ver su espalda, más pequeña con cada paso, esa que tanto acarició días y noches, sin que nadie le advirtiera que quizás no volvería a ver jamás.

Ella se mantenía de pie, erguida, haciendo la mejor actuación de su vida, pero las lágrimas la traicionaban y rodaban, limpias, transparentes hacia un suelo lleno de polvo y huellas que han pisado todas las latitudes, de otras lágrimas de tristeza y alegría.

A decir verdad, ninguno de los dos contaba con este giro. De hecho, pensaban que su vida, hasta cuando se conocieron, «era un ensayo constante para una obra que nunca tendría lugar», en palabras de Hipólito, el escritor fracasado de Amélie. Luego de conocerse, cambiaron de frase: «la vida no era sino una excusa perfecta para unirlos». El amor tiene esas cosas.

Hace exactamente 2 años, 5 meses y 18 días, Vera decidió cambiar de vida. Renunció al «trabajo de cubículo» que le había permitido ahorrar lo suficiente. Se inscribió en un taller de actuación y expresión corporal y se dio dos años para comenzar su nueva vida como actriz.

En una zona horaria opuesta, Colin terminaba una relación de cinco años con Sophie. Ese tiempo había sido más que suficiente para saber que no estaban hechos para vivir juntos y decidir que si quería hacer carrera como profesor de inglés, debía buscar un sitio donde pudiera trabajar, un sitio que le gustara y tuviera tanto sol como su ciudad.

Vera cambió de ciudad sin muchas complicaciones. Consiguió un apartamento cómodo, iluminado, cerca de su escuela. El precio era un poco alto y no conocía a nadie, así que decidió poner un anuncio. Después de unas cuantas entrevistas, se decidió por un chico extranjero, profesor de inglés que además se ofreció a darle clases a cambio de que ella cocinara. Un negocio nada malo, pensó Vera, para cuando llegue a Hollywood.

**Vuelven los ejercicios de redacción. Los invito a sigan esta historia en los comentarios**

martes, febrero 27, 2007

Tomás, el Gato

Cada vez que Tomás ve un gato, siente ganas de matarlo. Es algo que, según él, no puede controlar. Dice que en realidad no le desagradan ni le provocan alergias, sino que simplemente, los ve y su reacción natural (si es normal o no, ya eso depende de cada quién), es la de terminar con sus vidas.

En su vida, solo ha logrado su objetivos dos veces. No juzguemos a Tomás: él sabe que lo que siente está mal y también se arrepiente de haberlo logrado, aunque solo haya sido en un par de ocasiones. La primera, ocurrió cuando tenía solo seis años. Por las tardes, su padre lo acompañaba al parque después del trabajo para que jugara con algún vecino, y sobre todo, con Iván, un niño de su misma edad que vivía a dos casas de la suya y que además iba al mismo colegio que él. Todo parecía indicar que iban encaminados a una amistad de las que duran toda la vida, hasta el día en que Iván invitó a Tomás a su casa y este le mostró su gato «Fidel». Al principio, se mareó al verlo. Iván se lo acercó para que lo acariciara y, tembloroso, intentó hacerlo, pero hasta allí llegó su control. Al acercar su mano, se lo arrancó a Iván y lo agarró por el cuello hasta ahogarlo.

Cuando volvió en sí, Tomás solo alcanzó a ver un cadáver de gato entre sus manos y los ojos llorosos de Iván que ahora lograba abrir la boca para gritar a su amigo. Los padres de Iván estaban muy molestos. Después de todo, el gato había sido un regalo para su hijo y una forma de enseñar a cuidar a los que más lo necesitan. Los padres de Tomás llegaron a buscarlo. Apenados ante la espantosa hazaña, se disculparon, prometieron comprar una nueva mascota a Iván y salieron con Tomás, tirándole de la oreja hasta casa. Tomás no volvió a jugar con Iván en su vida. La culpa era demasiado grande.

La segunda vez se ayudó de un vehículo. Con 12 años, solía salir en bici a casa de su nuevo amigo-sin-gato, Nicolás. A él lo había conocido en la tienda de videojuegos de la esquina. Desde el primer día que lo vio le llamó la atención por su parche blanco en el ojo. Luego se enteró que en aquel momento, Nicolás se recuperaba de una operación de estrabismo. Coincidieron allí algunas veces más antes de hablarse y prometer que cada uno era el mejor jugador de la Play que había nacido en el mundo.

Fue un martes de otoño. Por fin disputarían la gran final del juego preferido de ambos. Tomás se dirigía a casa de Nico, cuando vio un gato no muy grande que caminaba indiferente a los ruidos, personas y objetos propios de la ciudad. Y Tomás no pudo contenerse.

Este episodio también tuvo su precio. Al perseguir y atropellar al gato, no pudo mantener el equilibrio y cayó aparatosamente. Tuvo una fractura en la muñeca derecha (la que apoyó) y raspones diversos. Según las reglas del juego, si uno de los contrincantes no se presentaba, el otro se convertía automáticamente en el ganador. A pesar de todo, Tomás no podía disimular una leve sonrisa de triunfo.

Hace un mes, Tomás comenzó en la universidad. Ha decidido estudiar Derecho. Tomás no habla demasiado, pero tampoco es antisocial. De forma progresiva ha conocido a algunos chicos y chicas. Y las chicas, a quienes no desagrada en absoluto, han decidido ponerle un mote: El Gato, por sus ojos verdes. El recién bautizado Gato, no sabe cómo reaccionar, sonríe, pero en su cara se nota la incomodidad del nuevo nombre impuesto. Tomás no sabe qué hacer. Cada vez que lo llaman, siente un incontrolable deseo de acabar con algún felino pero no hay ninguno. Sólo él y sus ojos.

martes, febrero 20, 2007

El sordo


«Primero que nada, quiero que sepas que soy un poco sordo y no podré escucharte como quisiera, pero haré mi mejor esfuerzo». Con esa frase comenzaba nuestro encuentro. No respondí. Nada hubiera podido reclamarle porque yo tampoco escucho muy bien de un oído. Sufro de «hipoacusia ligera del oído izquierdo», nada importante, una condición anatómica que me impide oír al 100% las frecuencias graves. No le confesé esta semejanza: estaba demasiado nerviosa. Solo pensaba en salir de ese lugar lo antes posible sin causar demasiados estragos en mi vida y en la de esta persona.

Los psicólogos dicen que no pueden adivinar las cosas, pero creo que lo dicen porque tienen un acuerdo tácito por el que niegan estas capacidades y así sorprender y dejar boquiabiertos a deprimidos, ansiosos, nerviosos, hiperactivos para que los recomienden a todos sus conocidos.

Mi psicólogo, al ser sordo, posiblemente podría adivinar los gestos, pero dudo mucho que sacara algo del tono de mi voz, quebrada en algunos momentos. Me miraba fijamente, leyendo los labios y los ojos, y esa atención me desconcentraba. Yo solo había ido porque quería ayudar a una amiga con una gran depresión y de repente, estaba allí como paciente, sometida a preguntas que no quería responder, preguntas sobre mí, mi vida, mis objetivos.

No sé qué tanto de lo que le dije le pudo dar pistas, pero al terminar algunas frases, levantaba sus cejas pobladas y escribía garabatos rápidos. Llegué a pensar que no me había entendido cuando le dije que había ido para poder ayudar a una amiga que odia a los psicólogos. Dice que son como «serpientes que en cuanto descubren tu punto débil, te lanzan su veneno». En cambio, conmigo sí hablaba, así que pensé en convertirme en intermediaria, una suerte de investigadora secreta que intenta, junto al comisario de turno, resolver un crimen.

Tras los últimos garabatos, se dedicó a releer lo que había escrito en absoluto silencio. Pensé que hasta había olvidado que me encontraba sentada frente a él. Por fin levantó la vista y me miró de nuevo con una leve sonrisa. Arrancó la hoja de su bloc de notas, la dobló en cuatro partes y me la entregó. Me pidió que leyera la nota a la salida y se despidió con un caluroso y muy inesperado abrazo.

Salí a la calle. El día era único. Pensé que este año hay una primavera hermosa, la más bonita que recuerdo, de hecho. Y pensé en mi amiga y en su depresión. Estaba segura de que saldría de ella, todo era cuestión de tiempo, sobre todo con días como estos. Pensé que sería hermoso morir en uno de ellos. Todavía tenía el trozo de papel en la mano, una pista para mi investigación, una o más misiones. En el papel:

Ô vierges, ô démons, ô monstres, ô martyres,
De la réalité grands esprits contempteurs,
Chercheuses d'infini, dévotes et satyres,
Tantôt pleines de cris, tantôt pleines de pleurs,
Vous que dans votre enfer mon âme a poursuivies,
Pauvres soeurs, je vous aime autant que je vous plains,
Pour vos mornes douleurs, vos soifs inassouvies,
Et les urnes d'amour dont vos grands coeurs sont pleins !*
Y sonreí. Tenía en mis manos el hechizo que la haría feliz de nuevo. A fin de cuentas, mi sordo sí había escuchado.


*Extracto del poema Femmes damnées 1 (C. Baudelaire)

jueves, febrero 15, 2007

El complot

«No, lo juro. No soy culpable». Así lo repetía una y otra vez el Condenado. Lo murmuraba, lo gritaba, lo escribía con lo único que le habían concedido tener en la celda, papel y creyones de cera para pasar el tiempo. Cuando lo ponía sobre el papel, dibujaba una «O» muy grande, tan grande que podía poner dos puntos a manera de ojos y una mueca de tristeza.

Al Condenado lo metieron preso por violar a una mujer, una señora que resultó ser nada más y nada menos que la esposa del Jefe Civil. Este detalle no lo sabía el Condenado porque él no vivía en el pueblo. Era un forastero que estuvo en el lugar equivocado el día equivocado, y además por equivocación: esa mañana, su jefe le dio el itinerario del día. Acostumbrado a la ruta de los pueblos del Sur, había emprendido su camino cuando se dio cuenta de que tenía la de Paul, su compañero del Norte. Se comunicó de inmediato con su jefe, quien sugirió que, sólo por hoy, cada uno hiciera la ruta del otro.

Los compañeros del Condenado estaban cansados de él. No se callaba, solo cuando dormía y dibujaba cosas distintas de las oes tristes. Ninguno había visto lo que dibujaba. Apenas terminaba, enrollaba su cada vez más grande rollo de papel y lo ajustaba a sus pantalones con un cinturón de tela de sábana que se había confeccionado para proteger el que parecía ser su tesoro más preciado.

No pasó mucho tiempo hasta que los compañeros se dieron cuenta de este detalle y decidieron vengarse por las pocas horas de sueño y ese llanto constante que les recordaba dónde estaban y por qué. El ser humano se llena de rabia al ver coartada su libertad y si además, alguien los hace más miserables, debe desaparecer. La selección natural: la supervivencia del más fuerte o del más cobarde, todo depende de cómo se mire.

Es así como llegamos al día de hoy, un día más encerrados. Un día menos para ver de nuevo el mundo sin rejas, para tocar y abrazar a los que no pudieron acompañar a los compañeros o al Condenado hasta el sitio donde viven hoy.

Los compañeros esperaron a que fuera de noche. Todos conocían el plan, menos la víctima. Incluso los guardias apoyaban con su silencio esta iniciativa. Todos estaban cansados del Condenado y su pasividad llorona.

A las 12 de la noche, todos suponían que el Condenado dormía. Salieron tres compañeros: el bajito calvo con tatuajes de mujeres desnudas y sirenas, el rubio delgado que había entrado por narcotráfico y era uno de los más temidos y finalmente, el autor de la venganza, un antiguo capellán al que la cárcel había vuelto un criminal altamente peligroso y que creía que su antigua ocupación le daba derecho a hacer la justicia divina con sus manos.

A medida que avanzaban, veían los ojos cómplices del resto de los compañeros, en silencio; los ronquidos y toses de los que no son compañeros y finalmente, para su sorpresa, el llanto ahogado del Condenado que les esperaba sentado en su catre mirando por última vez sus dibujos, por primera vez disponibles para ellos.

«Gracias, compañeros. Estaba cansado de esperar y llorar», les dijo cuando los vio a través de las rejas.

Desconcertados, los compañeros entraron y presenciaron cómo el Condenado se metía a la boca grandes trozos de creyones para ahogarse con ellos y morir acompañado. Los compañeros no hicieron nada para impedírselo.

Sólo una semana más tarde, se descubrió al verdadero violador. Resultó ser Paul, que aprovechó la equivocación para cometer su delito sin dejar sospechas. En la cárcel solo sobrevivió 3 semanas antes de ser ajusticiado por el capellán y su séquito. La supervivencia del más fuerte, o del más cobarde.

lunes, febrero 12, 2007

Cosas que pasan muchas veces, en muchos días, hoy

Hoy, muchas personas comienzan un nuevo trabajo. Otras muchas lo dejan o son despedidas. Otras siguen buscando. Otras lo encuentran. Otros suman un día más de rutina y restan un día a la jubilación.

Hoy, se hacen millones de llamadas telefónicas, que muchos reciben y otras que no se contestan. Unas pocas no pueden completarse: llega el jefe, entra una llamada importante, nos olvidamos de hacerla o de responder al mensaje dejado en el contestador. Billones de caracteres de los diferentes alfabetos se plasman en pantallas, monitores y televisores. Se envía información y se recibe otra tanta. O ninguna y el día se hace más largo y pesado.

En un día como hoy, mueren muchas personas: niños, ancianos, jóvenes. Y mueren por muchas razones: un accidente, una enfermedad, las injusticias del mundo y las «justicias» que creen ejercer otros. Nacen muchos, esperados o no, queridos o aborrecidos desde el primer llanto.

Y caen lágrimas, y se esbozan sonrisas. Se escuchan risas, gritos y algún susurro si hay suerte. Y se escuchan carros, cornetas, tonos polifónicos, teclas de una computadora, máquinas de limpieza. Se ven relojes, minutos y horas, miles de programas de televisión con las mismas frases de siempre, en envases de otros colores y nuevos olores «más limpios» y mejores para las manos, la cara, la piel o los suelos.

Hoy, como siempre, hay 24 horas, 1.440 minutos y 86.400 segundos, independientemente de las latitudes y la cultura y la religión. El mismo tiempo para todos, pero las sensaciones... Eso ya es otra cosa.

miércoles, enero 31, 2007

Par contre

Para los que buscan, para los que encuentran...
He descubierto que solo soy realmente feliz cuando me rodeo de cosas y momentos tristes. Tal vez sea por el contraste, pero el hecho es que sea por esa razón o por otra, mi felicidad está unida a la tristeza.

Por eso sonrío cuando veo las noticias, y mi rostro se vuelve radiante. Y tal vez por lo contrario, un chiste me provoca muecas a destiempo, muecas que nadie entiende. Y cuando pienso en mi felicidad, caen lágrimas rebeldes, que se borran en el mismo instante en que triste, de nuevo, ante la posibilidad de una vida que no se parece en nada a lo que quiero, sonrío como nunca. La tristeza absoluta, la esperanza relativa.

lunes, enero 22, 2007

S/T. Fotografía B/N sobre papel

Como siempre, El Okupa aparecía de la forma más inesperada. Esta vez decidió sentarse en el banco que da justo al portal de mi oficina. Desde allí adquiría diferentes poses: investigador privado en plena faena, dejando ver solo sus grandes ojos que escudriñaban de forma sospechosa a cada uno de mis compañeros; dramaturgo inmerso en un profundo análisis con el toque de la mano en su barbilla; vagabundo que se esconde del sol en las páginas manoseadas de un libro que reconocí al asomarme al balcón y verlo desde el segundo piso luego de que mi amigo Jorge me advirtiera de la presencia de un loco en el banco. Era Rayuela. Lo sabía porque fui yo quien se lo regaló en alguna de nuestras visitas al Museo de las Estatuas de Cera Démodées, que últimamente está repleto de nuevas adquisiciones.

Terminé como pude lo que estaba haciendo para encontrarme con mi amigo. Hacía mucho que no lo veía. Se conformaba con comunicarse con sus elegidos a través de sus amigos, o eso al menos es lo que me pasó a mí, así que me alegró verlo tan curioso como siempre.

Salí al portal. De inmediato, puso el libro en su regazo, me miró de arriba a abajo, arqueó una de sus cejas y procedió a levantarse con la pomposidad de un monarca. Tomó mi mano, le dio un beso tibio y la dejó caer. Luego, sin decir palabra, se puso a mi lado, me dio su brazo y se dispuso a dar un paseo conmigo.

Mientras caminábamos miré sus zapatos. En general, no es algo que me interese demasiado, pero a medida que avanzábamos, noté un constante clac-clac que desvió mi mirada a sus pies, vestidos esta vez, con zapatos de claqué. El Okupa se dio cuenta y me dijo: «Es mi nueva afición». No había más nada qué decir. Sus empresas son así: intensas y casi siempre inconstantes, pero al menos son originales.

Unas calles más abajo nos encontramos junto a otro banco donde nos sentamos. De inmediato, El Okupa procedió a quitarse sus zapatos y ponerlos junto a mis pies: «Ahora, déjame los tuyos». Lo miré extrañada. No veía al Okupa vistiendo sandalias de tacón y bailando por la calle, pero accedí. De inmediato se los puso y en su cara había una sincera sonrisa de satisfacción. Me dijo: «Póntelos, verás qué cómodos y musicales». Así lo hice. Asintió con gesto de aprobación y se levantó para seguir su camino, silbando, cómo no, «Don’t play me cheap»…

martes, enero 09, 2007

All we need…

Para C, con H...
Hace mucho frío pero no puedes remediarlo. Te quedas allí, de pie, esperando, sin que este clima de mil demonios pueda quitarte la determinación, la fortaleza. Sabes que, si logras mantenerte en pie, el sacrificio habrá valido la pena o no, pero al menos prefieres creer lo primero.

Yo miro por la ventana. Veo a la gente que pasa, a los carros que van o vienen, pero los minutos no pasan. Y de nuevo pienso en ti, en tus piernas cansadas, en las manos heladas, en el mal humor, en la paciencia, en la certeza de que hoy, a pesar de todo, entrarás y conseguirás de nuevo ser y estar y sin quererlo, tal vez sonreír.