jueves, febrero 15, 2007

El complot

«No, lo juro. No soy culpable». Así lo repetía una y otra vez el Condenado. Lo murmuraba, lo gritaba, lo escribía con lo único que le habían concedido tener en la celda, papel y creyones de cera para pasar el tiempo. Cuando lo ponía sobre el papel, dibujaba una «O» muy grande, tan grande que podía poner dos puntos a manera de ojos y una mueca de tristeza.

Al Condenado lo metieron preso por violar a una mujer, una señora que resultó ser nada más y nada menos que la esposa del Jefe Civil. Este detalle no lo sabía el Condenado porque él no vivía en el pueblo. Era un forastero que estuvo en el lugar equivocado el día equivocado, y además por equivocación: esa mañana, su jefe le dio el itinerario del día. Acostumbrado a la ruta de los pueblos del Sur, había emprendido su camino cuando se dio cuenta de que tenía la de Paul, su compañero del Norte. Se comunicó de inmediato con su jefe, quien sugirió que, sólo por hoy, cada uno hiciera la ruta del otro.

Los compañeros del Condenado estaban cansados de él. No se callaba, solo cuando dormía y dibujaba cosas distintas de las oes tristes. Ninguno había visto lo que dibujaba. Apenas terminaba, enrollaba su cada vez más grande rollo de papel y lo ajustaba a sus pantalones con un cinturón de tela de sábana que se había confeccionado para proteger el que parecía ser su tesoro más preciado.

No pasó mucho tiempo hasta que los compañeros se dieron cuenta de este detalle y decidieron vengarse por las pocas horas de sueño y ese llanto constante que les recordaba dónde estaban y por qué. El ser humano se llena de rabia al ver coartada su libertad y si además, alguien los hace más miserables, debe desaparecer. La selección natural: la supervivencia del más fuerte o del más cobarde, todo depende de cómo se mire.

Es así como llegamos al día de hoy, un día más encerrados. Un día menos para ver de nuevo el mundo sin rejas, para tocar y abrazar a los que no pudieron acompañar a los compañeros o al Condenado hasta el sitio donde viven hoy.

Los compañeros esperaron a que fuera de noche. Todos conocían el plan, menos la víctima. Incluso los guardias apoyaban con su silencio esta iniciativa. Todos estaban cansados del Condenado y su pasividad llorona.

A las 12 de la noche, todos suponían que el Condenado dormía. Salieron tres compañeros: el bajito calvo con tatuajes de mujeres desnudas y sirenas, el rubio delgado que había entrado por narcotráfico y era uno de los más temidos y finalmente, el autor de la venganza, un antiguo capellán al que la cárcel había vuelto un criminal altamente peligroso y que creía que su antigua ocupación le daba derecho a hacer la justicia divina con sus manos.

A medida que avanzaban, veían los ojos cómplices del resto de los compañeros, en silencio; los ronquidos y toses de los que no son compañeros y finalmente, para su sorpresa, el llanto ahogado del Condenado que les esperaba sentado en su catre mirando por última vez sus dibujos, por primera vez disponibles para ellos.

«Gracias, compañeros. Estaba cansado de esperar y llorar», les dijo cuando los vio a través de las rejas.

Desconcertados, los compañeros entraron y presenciaron cómo el Condenado se metía a la boca grandes trozos de creyones para ahogarse con ellos y morir acompañado. Los compañeros no hicieron nada para impedírselo.

Sólo una semana más tarde, se descubrió al verdadero violador. Resultó ser Paul, que aprovechó la equivocación para cometer su delito sin dejar sospechas. En la cárcel solo sobrevivió 3 semanas antes de ser ajusticiado por el capellán y su séquito. La supervivencia del más fuerte, o del más cobarde.

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