jueves, mayo 18, 2006

El espejo y el cartero

Marisa no se considera especialmente atractiva. “Considerablemente mejorable, pero tampoco horrorosa”, suele decirse cuando se mira al espejo de cuerpo entero que colocó hace unos años en su amplia sala de baño durante su época loca de hacer el amor mirando el trasero del amante de turno, y que luego le he servido de crítico anatómico.

En los últimos meses, ha estado sola “por decisión y escasez”, pero hoy se levantó con ganas de enamorarse. Así se lo dijo al espejo, ese eterno confesor que tiene su misma cara y que le sonrió ante este acto de sinceridad al que no estaba acostumbrado después de tantos orgasmos fingidos.

Marisa buscó en el trabajo, en la calle y en al autobús. Cambió su rutina de vuelta a casa para “sin buscarlo”, toparse con su próximo amor, ése que le prepararía cada día el desayuno, la acompañaría de compras y la convertiría en la envidia de las mujeres que los vieran juntos. El problema es que nunca lo encontró.

Exactamente un mes después, se confesaba de nuevo. Esta vez con lágrimas de soledad que fueron interrumpidas por el sonido del timbre. Secándose como pudo se fue sin despedirse del baño, se puso una camiseta larga y abrió la puerta. Era el nuevo cartero de su barrio. Se presentó, le entregó su correspondencia y no pudo evitar preguntarle qué le pasaba. Ella lo dejó entrar y la puerta se cerró por muchos días felices.

martes, mayo 16, 2006

Hay olores que matan…

En Madrid se adelantó el verano, o al menos eso dicen las noticias: las de la tele y las de la gente, las víctimas reales de las inclemencias del tiempo. Y es que no es el calor lo que hace los días malos, son los olores que vienen con él.

Personalmente, por suerte o no, nunca he vivido con nadie que sufra de virtuosismo paganiniano. Y tal vez por ese privilegio es que mi nariz no se acostumbra a esos golpes de olor tan intensos, avinagrados y encebollados que, solos o acompañados de aromas a humo, aceite, y perfumes endiabladamente dulces, hacen del metro, por ejemplo, un melting pot del que resulta difícil salir airoso, nunca mejor dicho.

Hoy la víctima fue Yolanda. Yolanda es española, atributo que para muchos “generalizadores” implicaría o bien oler como antes hemos descrito o estar acostumbrada a ello, pero no. Ni lo uno ni lo otro. Hoy la pobre Yolanda llegó al despacho con la cara descompuesta y la razón era uno de estos “impresentables que van por ahí oliendo de esa forma”. Ella logró sobrevivir colocándose su muñeca perfumada en la nariz a lo largo del recorrido subterráneo, pero poco faltó para que no lo contara. No es la primera vez que le pasa. Otra vez, le pasó con una muchacha “joven, como tú y como yo”, cosa que para ella es peor. Yo ahí difiero, el mal olor es igual de malo en hombres y mujeres, pero la historia es suya y se la respeto.

¿Cuál es la razón de semejantes violines, se pregunta mucha gente? Yo lo atribuyo a varias causas. La obvia: la ausencia del desodorante en sus vidas y de la ducha diaria. Otras más avanzadas incluyen el uso per secula seculorum de la misma camisa, mal aireada y resudada y la desfachatez del levantamiento del brazo.

Mi recomendación para los próximos días y mi máxima durante el verano: NO AL METRO CUANDO HAY MÁS DE 25 GRADOS. Suerte a todos…

miércoles, mayo 03, 2006

Oficina para la causa de los Santos

Hace poco me cambié de casa. Como es lógico, hice cambiar la dirección de mi correspondencia pero, tal vez por falta de costumbre del cartero a mi nombre, algunas veces los coloca en el “limbo de los desconocidos”; esto es, en la parte de arriba de los buzones. Allí encuentras sobres para destinatarios que viven en otras calles, o de personas que posiblemente no residan allí.

Fue en uno de esos días cuando me topé con el sobre más curioso que he visto. No recuerdo el nombre del destinatario –era un hombre, eso sí- y venía de la Oficina para la Causa de Todos los Santos.

Recuerdo que el asunto me sorprendió. Inevitablemente pensé que vivía en el mismo lugar donde vivió el padre de “La Santa”, protagonista de un cuento del Gabo, a quien por fin (al mejor JOLIGUD style), le llegaba la bendita carta, aunque ya su destinatario hubiese muerto y La Santa siguiera en el estuche donde la transportó hasta el fin de sus días hasta que un nuevo inquilino la descubriera.

Pensé también que era posible que estuviera pisando los mismos viejos escalones de madera que un santo contemporáneo. Tal vez eso, resulta cuando menos curioso. Finalmente, dejé de pensar en el asunto.

Unos días después, me fijé por curiosidad para ver si seguía allí. En su lugar estaba un sobre de un banco y el resto de la pared. Me pregunto qué milagro se la habrá llevado.