Como siempre,
El Okupa aparecía de la forma más inesperada. Esta vez decidió sentarse en el banco que da justo al portal de mi oficina. Desde allí adquiría diferentes poses: investigador privado en plena faena, dejando ver solo sus grandes ojos que escudriñaban de forma sospechosa a cada uno de mis compañeros; dramaturgo inmerso en un profundo análisis con el toque de la mano en su barbilla; vagabundo que se esconde del sol en las páginas manoseadas de un libro que reconocí al asomarme al balcón y verlo desde el segundo piso luego de que mi amigo Jorge me advirtiera de la presencia de un loco en el banco. Era Rayuela. Lo sabía porque fui yo quien se lo regaló en alguna de nuestras visitas al
Museo de las Estatuas de Cera Démodées, que últimamente está repleto de nuevas adquisiciones.
Terminé como pude lo que estaba haciendo para encontrarme con mi amigo. Hacía mucho que no lo veía. Se conformaba con comunicarse con sus elegidos
a través de sus amigos, o eso al menos es lo que me pasó a mí, así que me alegró verlo tan curioso como siempre.
Salí al portal. De inmediato, puso el libro en su regazo, me miró de arriba a abajo, arqueó una de sus cejas y procedió a levantarse con la pomposidad de un monarca. Tomó mi mano, le dio un beso tibio y la dejó caer. Luego, sin decir palabra, se puso a mi lado, me dio su brazo y se dispuso a dar un paseo conmigo.
Mientras caminábamos miré sus zapatos. En general, no es algo que me interese demasiado, pero a medida que avanzábamos, noté un constante clac-clac que desvió mi mirada a sus pies, vestidos esta vez, con zapatos de claqué. El Okupa se dio cuenta y me dijo: «Es mi nueva afición». No había más nada qué decir. Sus empresas son así: intensas y casi siempre inconstantes, pero al menos son originales.
Unas calles más abajo nos encontramos junto a otro banco donde nos sentamos. De inmediato, El Okupa procedió a quitarse sus zapatos y ponerlos junto a mis pies: «Ahora, déjame los tuyos». Lo miré extrañada. No veía al Okupa vistiendo sandalias de tacón y bailando por la calle, pero accedí. De inmediato se los puso y en su cara había una sincera sonrisa de satisfacción. Me dijo: «Póntelos, verás qué cómodos y musicales». Así lo hice. Asintió con gesto de aprobación y se levantó para seguir su camino, silbando, cómo no, «Don’t play me cheap»…