martes, febrero 27, 2007

Tomás, el Gato

Cada vez que Tomás ve un gato, siente ganas de matarlo. Es algo que, según él, no puede controlar. Dice que en realidad no le desagradan ni le provocan alergias, sino que simplemente, los ve y su reacción natural (si es normal o no, ya eso depende de cada quién), es la de terminar con sus vidas.

En su vida, solo ha logrado su objetivos dos veces. No juzguemos a Tomás: él sabe que lo que siente está mal y también se arrepiente de haberlo logrado, aunque solo haya sido en un par de ocasiones. La primera, ocurrió cuando tenía solo seis años. Por las tardes, su padre lo acompañaba al parque después del trabajo para que jugara con algún vecino, y sobre todo, con Iván, un niño de su misma edad que vivía a dos casas de la suya y que además iba al mismo colegio que él. Todo parecía indicar que iban encaminados a una amistad de las que duran toda la vida, hasta el día en que Iván invitó a Tomás a su casa y este le mostró su gato «Fidel». Al principio, se mareó al verlo. Iván se lo acercó para que lo acariciara y, tembloroso, intentó hacerlo, pero hasta allí llegó su control. Al acercar su mano, se lo arrancó a Iván y lo agarró por el cuello hasta ahogarlo.

Cuando volvió en sí, Tomás solo alcanzó a ver un cadáver de gato entre sus manos y los ojos llorosos de Iván que ahora lograba abrir la boca para gritar a su amigo. Los padres de Iván estaban muy molestos. Después de todo, el gato había sido un regalo para su hijo y una forma de enseñar a cuidar a los que más lo necesitan. Los padres de Tomás llegaron a buscarlo. Apenados ante la espantosa hazaña, se disculparon, prometieron comprar una nueva mascota a Iván y salieron con Tomás, tirándole de la oreja hasta casa. Tomás no volvió a jugar con Iván en su vida. La culpa era demasiado grande.

La segunda vez se ayudó de un vehículo. Con 12 años, solía salir en bici a casa de su nuevo amigo-sin-gato, Nicolás. A él lo había conocido en la tienda de videojuegos de la esquina. Desde el primer día que lo vio le llamó la atención por su parche blanco en el ojo. Luego se enteró que en aquel momento, Nicolás se recuperaba de una operación de estrabismo. Coincidieron allí algunas veces más antes de hablarse y prometer que cada uno era el mejor jugador de la Play que había nacido en el mundo.

Fue un martes de otoño. Por fin disputarían la gran final del juego preferido de ambos. Tomás se dirigía a casa de Nico, cuando vio un gato no muy grande que caminaba indiferente a los ruidos, personas y objetos propios de la ciudad. Y Tomás no pudo contenerse.

Este episodio también tuvo su precio. Al perseguir y atropellar al gato, no pudo mantener el equilibrio y cayó aparatosamente. Tuvo una fractura en la muñeca derecha (la que apoyó) y raspones diversos. Según las reglas del juego, si uno de los contrincantes no se presentaba, el otro se convertía automáticamente en el ganador. A pesar de todo, Tomás no podía disimular una leve sonrisa de triunfo.

Hace un mes, Tomás comenzó en la universidad. Ha decidido estudiar Derecho. Tomás no habla demasiado, pero tampoco es antisocial. De forma progresiva ha conocido a algunos chicos y chicas. Y las chicas, a quienes no desagrada en absoluto, han decidido ponerle un mote: El Gato, por sus ojos verdes. El recién bautizado Gato, no sabe cómo reaccionar, sonríe, pero en su cara se nota la incomodidad del nuevo nombre impuesto. Tomás no sabe qué hacer. Cada vez que lo llaman, siente un incontrolable deseo de acabar con algún felino pero no hay ninguno. Sólo él y sus ojos.

martes, febrero 20, 2007

El sordo


«Primero que nada, quiero que sepas que soy un poco sordo y no podré escucharte como quisiera, pero haré mi mejor esfuerzo». Con esa frase comenzaba nuestro encuentro. No respondí. Nada hubiera podido reclamarle porque yo tampoco escucho muy bien de un oído. Sufro de «hipoacusia ligera del oído izquierdo», nada importante, una condición anatómica que me impide oír al 100% las frecuencias graves. No le confesé esta semejanza: estaba demasiado nerviosa. Solo pensaba en salir de ese lugar lo antes posible sin causar demasiados estragos en mi vida y en la de esta persona.

Los psicólogos dicen que no pueden adivinar las cosas, pero creo que lo dicen porque tienen un acuerdo tácito por el que niegan estas capacidades y así sorprender y dejar boquiabiertos a deprimidos, ansiosos, nerviosos, hiperactivos para que los recomienden a todos sus conocidos.

Mi psicólogo, al ser sordo, posiblemente podría adivinar los gestos, pero dudo mucho que sacara algo del tono de mi voz, quebrada en algunos momentos. Me miraba fijamente, leyendo los labios y los ojos, y esa atención me desconcentraba. Yo solo había ido porque quería ayudar a una amiga con una gran depresión y de repente, estaba allí como paciente, sometida a preguntas que no quería responder, preguntas sobre mí, mi vida, mis objetivos.

No sé qué tanto de lo que le dije le pudo dar pistas, pero al terminar algunas frases, levantaba sus cejas pobladas y escribía garabatos rápidos. Llegué a pensar que no me había entendido cuando le dije que había ido para poder ayudar a una amiga que odia a los psicólogos. Dice que son como «serpientes que en cuanto descubren tu punto débil, te lanzan su veneno». En cambio, conmigo sí hablaba, así que pensé en convertirme en intermediaria, una suerte de investigadora secreta que intenta, junto al comisario de turno, resolver un crimen.

Tras los últimos garabatos, se dedicó a releer lo que había escrito en absoluto silencio. Pensé que hasta había olvidado que me encontraba sentada frente a él. Por fin levantó la vista y me miró de nuevo con una leve sonrisa. Arrancó la hoja de su bloc de notas, la dobló en cuatro partes y me la entregó. Me pidió que leyera la nota a la salida y se despidió con un caluroso y muy inesperado abrazo.

Salí a la calle. El día era único. Pensé que este año hay una primavera hermosa, la más bonita que recuerdo, de hecho. Y pensé en mi amiga y en su depresión. Estaba segura de que saldría de ella, todo era cuestión de tiempo, sobre todo con días como estos. Pensé que sería hermoso morir en uno de ellos. Todavía tenía el trozo de papel en la mano, una pista para mi investigación, una o más misiones. En el papel:

Ô vierges, ô démons, ô monstres, ô martyres,
De la réalité grands esprits contempteurs,
Chercheuses d'infini, dévotes et satyres,
Tantôt pleines de cris, tantôt pleines de pleurs,
Vous que dans votre enfer mon âme a poursuivies,
Pauvres soeurs, je vous aime autant que je vous plains,
Pour vos mornes douleurs, vos soifs inassouvies,
Et les urnes d'amour dont vos grands coeurs sont pleins !*
Y sonreí. Tenía en mis manos el hechizo que la haría feliz de nuevo. A fin de cuentas, mi sordo sí había escuchado.


*Extracto del poema Femmes damnées 1 (C. Baudelaire)

jueves, febrero 15, 2007

El complot

«No, lo juro. No soy culpable». Así lo repetía una y otra vez el Condenado. Lo murmuraba, lo gritaba, lo escribía con lo único que le habían concedido tener en la celda, papel y creyones de cera para pasar el tiempo. Cuando lo ponía sobre el papel, dibujaba una «O» muy grande, tan grande que podía poner dos puntos a manera de ojos y una mueca de tristeza.

Al Condenado lo metieron preso por violar a una mujer, una señora que resultó ser nada más y nada menos que la esposa del Jefe Civil. Este detalle no lo sabía el Condenado porque él no vivía en el pueblo. Era un forastero que estuvo en el lugar equivocado el día equivocado, y además por equivocación: esa mañana, su jefe le dio el itinerario del día. Acostumbrado a la ruta de los pueblos del Sur, había emprendido su camino cuando se dio cuenta de que tenía la de Paul, su compañero del Norte. Se comunicó de inmediato con su jefe, quien sugirió que, sólo por hoy, cada uno hiciera la ruta del otro.

Los compañeros del Condenado estaban cansados de él. No se callaba, solo cuando dormía y dibujaba cosas distintas de las oes tristes. Ninguno había visto lo que dibujaba. Apenas terminaba, enrollaba su cada vez más grande rollo de papel y lo ajustaba a sus pantalones con un cinturón de tela de sábana que se había confeccionado para proteger el que parecía ser su tesoro más preciado.

No pasó mucho tiempo hasta que los compañeros se dieron cuenta de este detalle y decidieron vengarse por las pocas horas de sueño y ese llanto constante que les recordaba dónde estaban y por qué. El ser humano se llena de rabia al ver coartada su libertad y si además, alguien los hace más miserables, debe desaparecer. La selección natural: la supervivencia del más fuerte o del más cobarde, todo depende de cómo se mire.

Es así como llegamos al día de hoy, un día más encerrados. Un día menos para ver de nuevo el mundo sin rejas, para tocar y abrazar a los que no pudieron acompañar a los compañeros o al Condenado hasta el sitio donde viven hoy.

Los compañeros esperaron a que fuera de noche. Todos conocían el plan, menos la víctima. Incluso los guardias apoyaban con su silencio esta iniciativa. Todos estaban cansados del Condenado y su pasividad llorona.

A las 12 de la noche, todos suponían que el Condenado dormía. Salieron tres compañeros: el bajito calvo con tatuajes de mujeres desnudas y sirenas, el rubio delgado que había entrado por narcotráfico y era uno de los más temidos y finalmente, el autor de la venganza, un antiguo capellán al que la cárcel había vuelto un criminal altamente peligroso y que creía que su antigua ocupación le daba derecho a hacer la justicia divina con sus manos.

A medida que avanzaban, veían los ojos cómplices del resto de los compañeros, en silencio; los ronquidos y toses de los que no son compañeros y finalmente, para su sorpresa, el llanto ahogado del Condenado que les esperaba sentado en su catre mirando por última vez sus dibujos, por primera vez disponibles para ellos.

«Gracias, compañeros. Estaba cansado de esperar y llorar», les dijo cuando los vio a través de las rejas.

Desconcertados, los compañeros entraron y presenciaron cómo el Condenado se metía a la boca grandes trozos de creyones para ahogarse con ellos y morir acompañado. Los compañeros no hicieron nada para impedírselo.

Sólo una semana más tarde, se descubrió al verdadero violador. Resultó ser Paul, que aprovechó la equivocación para cometer su delito sin dejar sospechas. En la cárcel solo sobrevivió 3 semanas antes de ser ajusticiado por el capellán y su séquito. La supervivencia del más fuerte, o del más cobarde.

lunes, febrero 12, 2007

Cosas que pasan muchas veces, en muchos días, hoy

Hoy, muchas personas comienzan un nuevo trabajo. Otras muchas lo dejan o son despedidas. Otras siguen buscando. Otras lo encuentran. Otros suman un día más de rutina y restan un día a la jubilación.

Hoy, se hacen millones de llamadas telefónicas, que muchos reciben y otras que no se contestan. Unas pocas no pueden completarse: llega el jefe, entra una llamada importante, nos olvidamos de hacerla o de responder al mensaje dejado en el contestador. Billones de caracteres de los diferentes alfabetos se plasman en pantallas, monitores y televisores. Se envía información y se recibe otra tanta. O ninguna y el día se hace más largo y pesado.

En un día como hoy, mueren muchas personas: niños, ancianos, jóvenes. Y mueren por muchas razones: un accidente, una enfermedad, las injusticias del mundo y las «justicias» que creen ejercer otros. Nacen muchos, esperados o no, queridos o aborrecidos desde el primer llanto.

Y caen lágrimas, y se esbozan sonrisas. Se escuchan risas, gritos y algún susurro si hay suerte. Y se escuchan carros, cornetas, tonos polifónicos, teclas de una computadora, máquinas de limpieza. Se ven relojes, minutos y horas, miles de programas de televisión con las mismas frases de siempre, en envases de otros colores y nuevos olores «más limpios» y mejores para las manos, la cara, la piel o los suelos.

Hoy, como siempre, hay 24 horas, 1.440 minutos y 86.400 segundos, independientemente de las latitudes y la cultura y la religión. El mismo tiempo para todos, pero las sensaciones... Eso ya es otra cosa.