Cada vez que Tomás ve un gato, siente ganas de matarlo. Es algo que, según él, no puede controlar. Dice que en realidad no le desagradan ni le provocan alergias, sino que simplemente, los ve y su reacción natural (si es normal o no, ya eso depende de cada quién), es la de terminar con sus vidas.
En su vida, solo ha logrado su objetivos dos veces. No juzguemos a Tomás: él sabe que lo que siente está mal y también se arrepiente de haberlo logrado, aunque solo haya sido en un par de ocasiones. La primera, ocurrió cuando tenía solo seis años. Por las tardes, su padre lo acompañaba al parque después del trabajo para que jugara con algún vecino, y sobre todo, con Iván, un niño de su misma edad que vivía a dos casas de la suya y que además iba al mismo colegio que él. Todo parecía indicar que iban encaminados a una amistad de las que duran toda la vida, hasta el día en que Iván invitó a Tomás a su casa y este le mostró su gato «Fidel». Al principio, se mareó al verlo. Iván se lo acercó para que lo acariciara y, tembloroso, intentó hacerlo, pero hasta allí llegó su control. Al acercar su mano, se lo arrancó a Iván y lo agarró por el cuello hasta ahogarlo.
Cuando volvió en sí, Tomás solo alcanzó a ver un cadáver de gato entre sus manos y los ojos llorosos de Iván que ahora lograba abrir la boca para gritar a su amigo. Los padres de Iván estaban muy molestos. Después de todo, el gato había sido un regalo para su hijo y una forma de enseñar a cuidar a los que más lo necesitan. Los padres de Tomás llegaron a buscarlo. Apenados ante la espantosa hazaña, se disculparon, prometieron comprar una nueva mascota a Iván y salieron con Tomás, tirándole de la oreja hasta casa. Tomás no volvió a jugar con Iván en su vida. La culpa era demasiado grande.
La segunda vez se ayudó de un vehículo. Con 12 años, solía salir en bici a casa de su nuevo amigo-sin-gato, Nicolás. A él lo había conocido en la tienda de videojuegos de la esquina. Desde el primer día que lo vio le llamó la atención por su parche blanco en el ojo. Luego se enteró que en aquel momento, Nicolás se recuperaba de una operación de estrabismo. Coincidieron allí algunas veces más antes de hablarse y prometer que cada uno era el mejor jugador de la Play que había nacido en el mundo.
Fue un martes de otoño. Por fin disputarían la gran final del juego preferido de ambos. Tomás se dirigía a casa de Nico, cuando vio un gato no muy grande que caminaba indiferente a los ruidos, personas y objetos propios de la ciudad. Y Tomás no pudo contenerse.
Este episodio también tuvo su precio. Al perseguir y atropellar al gato, no pudo mantener el equilibrio y cayó aparatosamente. Tuvo una fractura en la muñeca derecha (la que apoyó) y raspones diversos. Según las reglas del juego, si uno de los contrincantes no se presentaba, el otro se convertía automáticamente en el ganador. A pesar de todo, Tomás no podía disimular una leve sonrisa de triunfo.
Hace un mes, Tomás comenzó en la universidad. Ha decidido estudiar Derecho. Tomás no habla demasiado, pero tampoco es antisocial. De forma progresiva ha conocido a algunos chicos y chicas. Y las chicas, a quienes no desagrada en absoluto, han decidido ponerle un mote: El Gato, por sus ojos verdes. El recién bautizado Gato, no sabe cómo reaccionar, sonríe, pero en su cara se nota la incomodidad del nuevo nombre impuesto. Tomás no sabe qué hacer. Cada vez que lo llaman, siente un incontrolable deseo de acabar con algún felino pero no hay ninguno. Sólo él y sus ojos.
En su vida, solo ha logrado su objetivos dos veces. No juzguemos a Tomás: él sabe que lo que siente está mal y también se arrepiente de haberlo logrado, aunque solo haya sido en un par de ocasiones. La primera, ocurrió cuando tenía solo seis años. Por las tardes, su padre lo acompañaba al parque después del trabajo para que jugara con algún vecino, y sobre todo, con Iván, un niño de su misma edad que vivía a dos casas de la suya y que además iba al mismo colegio que él. Todo parecía indicar que iban encaminados a una amistad de las que duran toda la vida, hasta el día en que Iván invitó a Tomás a su casa y este le mostró su gato «Fidel». Al principio, se mareó al verlo. Iván se lo acercó para que lo acariciara y, tembloroso, intentó hacerlo, pero hasta allí llegó su control. Al acercar su mano, se lo arrancó a Iván y lo agarró por el cuello hasta ahogarlo.
Cuando volvió en sí, Tomás solo alcanzó a ver un cadáver de gato entre sus manos y los ojos llorosos de Iván que ahora lograba abrir la boca para gritar a su amigo. Los padres de Iván estaban muy molestos. Después de todo, el gato había sido un regalo para su hijo y una forma de enseñar a cuidar a los que más lo necesitan. Los padres de Tomás llegaron a buscarlo. Apenados ante la espantosa hazaña, se disculparon, prometieron comprar una nueva mascota a Iván y salieron con Tomás, tirándole de la oreja hasta casa. Tomás no volvió a jugar con Iván en su vida. La culpa era demasiado grande.
La segunda vez se ayudó de un vehículo. Con 12 años, solía salir en bici a casa de su nuevo amigo-sin-gato, Nicolás. A él lo había conocido en la tienda de videojuegos de la esquina. Desde el primer día que lo vio le llamó la atención por su parche blanco en el ojo. Luego se enteró que en aquel momento, Nicolás se recuperaba de una operación de estrabismo. Coincidieron allí algunas veces más antes de hablarse y prometer que cada uno era el mejor jugador de la Play que había nacido en el mundo.
Fue un martes de otoño. Por fin disputarían la gran final del juego preferido de ambos. Tomás se dirigía a casa de Nico, cuando vio un gato no muy grande que caminaba indiferente a los ruidos, personas y objetos propios de la ciudad. Y Tomás no pudo contenerse.
Este episodio también tuvo su precio. Al perseguir y atropellar al gato, no pudo mantener el equilibrio y cayó aparatosamente. Tuvo una fractura en la muñeca derecha (la que apoyó) y raspones diversos. Según las reglas del juego, si uno de los contrincantes no se presentaba, el otro se convertía automáticamente en el ganador. A pesar de todo, Tomás no podía disimular una leve sonrisa de triunfo.
Hace un mes, Tomás comenzó en la universidad. Ha decidido estudiar Derecho. Tomás no habla demasiado, pero tampoco es antisocial. De forma progresiva ha conocido a algunos chicos y chicas. Y las chicas, a quienes no desagrada en absoluto, han decidido ponerle un mote: El Gato, por sus ojos verdes. El recién bautizado Gato, no sabe cómo reaccionar, sonríe, pero en su cara se nota la incomodidad del nuevo nombre impuesto. Tomás no sabe qué hacer. Cada vez que lo llaman, siente un incontrolable deseo de acabar con algún felino pero no hay ninguno. Sólo él y sus ojos.