viernes, noviembre 23, 2012

Rosenthaler Platz. Gelatino-bromuro de plata sobre papel baritado

Hacía mucho tiempo que no veía a El Okupa. Desde aquella vez en que nos despedimos en el banco frente a mi oficina y me dejó sus zapatos de claqué, le había perdido la pista. Por un lado, tengo muy claro que nuestra relación se basa esencialmente en su deseo de encontrarnos y en su museo de residencia de turno, pero debo confesar que después de unos cuantos meses, lo echaba de menos e incluso me había llegado a preocupar un poco. Hasta hoy.

Una exposición fotográfica sobre Berlín en la segunda mitad del siglo XX con obras del C/O Berlín curada por el mismísimo Felix Hoffmann, me permitió entender el por qué de la ausencia de El Okupa. Mientras miraba y recorría las calles de la posguerra alemana y estudiaba a sus protagonistas, me topé con una foto que mostraba una plaza donde se reunían mujeres y hombres a fumar y buscar una razón para sonreír. Allí estaba él, más joven, sin duda, menos excéntrico, pero con ese brillo en los ojos que ni la lente ni el tiempo podían desafiar. Llevaba, cómo no, ropa de abrigo, pero se podían ver claramente mis tacones, aquellos de nuestro último encuentro. Comprendí entonces que mi amigo es algo más que su obsesión con los museos. Él mismo es una obra de arte.

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