Un pensamiento rondaba su cabeza una y otra vez. Esa cicatriz, testigo indeleble de travesuras infantiles, de días más felices, pensaba ella, lo embellecía aunque no lo supiera. Intentaba, como todos lo hacemos, de disimularla, sin pensar que muchas veces las cicatrices que no se ven en la piel están grabadas con más fuerza. Eso era justamente lo que ocurría con las marcas de su pasado, esas que lo habían vuelto algo taciturno, según sus amigos, y que en su caso tenían nombre y apellido, de mujer para más señas. Porque la amaba y odiaba a partes iguales, aunque ella lo hubiera dejado por otro, sin advertencias, casi sin pensarlo y no era capaz de olvidar su olor, sus manos y sobre todo, su cicatriz en forma de luna debajo del mentón.
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