Ernesto dio una calada lenta y profunda. Hacía años que no probaba un porro. Y esa simple calada le devolvió a unos años atrás, a las reuniones en casa de los amigos, donde entre caladitas compartidas arreglaban el mundo colocados y con risa boba.
Ahora todo era diferente. Ahora trabajaba y pasaba desapercibido. Dejó atrás sus pelos y nunca mejor dicho, sus “excentricidades”: se centró para alegría de muchos menos la suya. Su vida era más que eso y menos al mismo tiempo, por eso centrarse le importaba tan poco y descentrarse, todo lo contrario. Pensaba en ello cuando cruzaba la calle y una moto no pudo esquivarlo.
“Fractura en cuatro costillas y en la pierna derecha en varios sitios”, alcanzó a escuchar antes de caer de nuevo en ese sopor hospitalario incontrolable para quien lo sufre. Casi no sentía nada, pero de vez en cuando, un dolor agudísimo lo envolvía y él quería gritar pero de su boca no salía una sola palabra.
Pasaron: una semana, muchos amigos, los padres fieles, comidas incomibles, otras un poco mejores, unas cuantas enfermeras. Algunas eran francamente simpáticas, otras parecían verdugos medievales hambrientos, siempre gruñendo, haciendo que el enfermo se sienta más torpe, incapaz y tonto. De todo aquello le quedaron dos cosas claras: que la medicina, aunque no lo parezca, funciona y que la vida es muy corta o muy larga, todo depende de lo que se decida.
Por eso hoy Ernesto fuma un porro solo, sin compañía. Y luego enciende otro. Y sale de su casa, y camina con paso tranquilo pero seguro. No sabe hasta dónde, sólo sabe que no debe parar mientras él y sólo él así lo desee.
Ahora todo era diferente. Ahora trabajaba y pasaba desapercibido. Dejó atrás sus pelos y nunca mejor dicho, sus “excentricidades”: se centró para alegría de muchos menos la suya. Su vida era más que eso y menos al mismo tiempo, por eso centrarse le importaba tan poco y descentrarse, todo lo contrario. Pensaba en ello cuando cruzaba la calle y una moto no pudo esquivarlo.
“Fractura en cuatro costillas y en la pierna derecha en varios sitios”, alcanzó a escuchar antes de caer de nuevo en ese sopor hospitalario incontrolable para quien lo sufre. Casi no sentía nada, pero de vez en cuando, un dolor agudísimo lo envolvía y él quería gritar pero de su boca no salía una sola palabra.
Pasaron: una semana, muchos amigos, los padres fieles, comidas incomibles, otras un poco mejores, unas cuantas enfermeras. Algunas eran francamente simpáticas, otras parecían verdugos medievales hambrientos, siempre gruñendo, haciendo que el enfermo se sienta más torpe, incapaz y tonto. De todo aquello le quedaron dos cosas claras: que la medicina, aunque no lo parezca, funciona y que la vida es muy corta o muy larga, todo depende de lo que se decida.
Por eso hoy Ernesto fuma un porro solo, sin compañía. Y luego enciende otro. Y sale de su casa, y camina con paso tranquilo pero seguro. No sabe hasta dónde, sólo sabe que no debe parar mientras él y sólo él así lo desee.
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