«No estaba muerto, estaba de parranda». Así como lo dice la canción, Matías
llegó a su casa borracho y descompuesto ante la mirada horrorizada de su madre
y hermanas que ya lo velaban, a féretro cerrado porque su cuerpo nunca lo
pudieron encontrar. A Angelita, la menor de las hermanas Sulbarán tuvieron que
sostenerla, casi desmayada. Su madre, por el contrario, se levantó, se acercó a
él con lágrimas casi invisibles en sus ojos de tanto haber lamentado la muerte
de su Mati, y sin decir palabra, le abofeteó sin parar mientras él,
sorprendido, intentaba abrazarla y reía. Era una carcajada etílica que inundó
el ambiente fúnebre y dejó escapar alguna risita solidaria que nadie supo de
quién escapó.
En el pueblo decían que Matías estaba loco. La fama le venía de su padre,
inventor autodidacta que nunca se rindió ante las equivocaciones, las burlas y
los errores de cálculo. Honorio, así se llamaba, estaba decidido a encontrar
una fórmula que lo hiciera invisible. Un día, nadie lo volvió a ver: ni su
esposa, ni sus hijos, pero algunos decían que lo veían de vez en cuando. Su
familia se cansó de correr detrás de rastros que se perdían entre las preguntas
sobre quién lo vio y hacia dónde iba y volvían todos, la mujer y los hijos
cansados, sedientos y sin el inventor, al que dieron por muerto unos cinco años
después.
Matías había heredado esta curiosidad y por mucho que Luisa, su madre, lo
intentara, no pudo ahorrarle a su hijo la fama y las burlas que había escuchado
ya tantas veces. Para Matías, eso sí, la invisibilidad no era importante, lo
suyo era lo contrario. Hacer visibles a los que no lo eran, entre ellos a
Honorio, a quien creía vivo y cerca.
Leyó algunas notas de su padre pero no sacó demasiadas cosas en claro.
Insistió en su búsqueda y terminó dando con la fórmula que se llevó a su padre.
La usó en un loro que había en su casa y mientras todas pensaban que se había
escapado, no permitió que abrieran demasiado la jaula. Ahora que había
encontrado el veneno, solo faltaba el antídoto. Y cuando creía que lo había
logrado sin asomo duda, porque había devuelto al loro su color, se bebió una
botellita a ver qué pasaba. Al principio parecía que nada, pero entonces vio a
su padre, apoyado en una de las mesas del laboratorio donde los dos habían
pasado tantas horas. «Por fin, hijo». Y le dio un abrazo. Hablaron un buen rato
y se fueron de paseo por algunos pueblos cercanos que luego se hicieron famosos
por los «fantasmas bebedores», que entraban a los bares y acababan con una
botella de whisky sin que hubiera forma de ponerles una mano encima. Así
pasaron meses y en la casa buscaron hasta que otra vez madre e hijas se dieron
por vencidas y decidieron dar un funeral digno al hijo muerto quién sabe con
cuánto sufrimiento, sin saber que su fórmula le traería de vuelta cuando ya se
había acostumbrado al whisky, la compañía del padre, y su madre, a la
resignación.